El crimen de lord Arthur Savil
EL CRIMEN DE LORD ARTHUR SAVILLE de Oscar Wilde

Capitulo I
Era la última recepción que daba Lady Windermere, antes de comenzar la temporada primaveral. Los salones de Bentinck—House se hallaban más llenos de invitados que nunca. Acudieron seis ministros, una vez terminada la interpelación del speaker, ostentando sus cruces y sus bandas y todas las mujeres bonitas de Londres lucían sus toilettes más elegantes. Al final de la galería de retratos estaba la princesa Sophia de Carlsrühe, una dama gruesa de tipo tártaro, con ojillos negros y unas esmeraldas maravillosas, chapurreando francés con voz muy aguda y riéndose sin mesura de todo cuanto decían.
Realmente veíase allí una singular mezcolanza de personas. Arrogantes esposas de pares del reino charlaban cortésmente con virulentos radicales; predicadores populares se codeaban con inveterados escépticos, y una banda de obispos seguía la pista, de salón en salón, a una corpulenta prima donna; en la escalera agrupábanse varios miembros de la Real Academia, disfrazados de artistas, y el comedor se vio por un momento abarrotado de genios. En una palabra: era una de las más deslumbrantes reuniones de lady Windermere y la princesa se quedó hasta cerca de las once y media.
Inmediatamente después de su marcha, Lady Windermere volvió a la galería de retratos, en la que un famoso economista explicaba con aire solemne la teoría científica de la música a un virtuoso húngaro, espumeante de indignación, y se puso a hablar con la duquesa de Paisley. Lady Windermere estaba maravillosamente bella con su esbelto cuello marfileño, sus grandes ojos azules color miosotis y sus espesos bucles dorados. Cabellos de oro puro no como esos de tono pajizo que usurpan hoy día la bella denominación del oro, sino cabellos de un oro como tejido con rayos de sol o bañados en un ámbar extraño; cabellos que encuadraban su rostro con un nimbo de santa y, al mismo tiempo, con la fascinación de una pecadora. Lady Windermere constituía realmente un curioso estudio psicológico. Desde muy joven descubrió en la vida la importante verdad de que nada se parece tanto a la ingenuidad como el atrevimiento; y, por medio de una serie de aventuras despreocupadas, inocentes por completo en su mayoría, logró todos los privilegios de una personalidad. Había cambiado varias veces de marido. En el Debrett o Guía nobiliaria, aparecía con tres matrimonios en su haber; pero nunca cambió de amante y el mundo había dejado de chismorrear a cuenta suya desde hacía tiempo. En la actualidad contaba cuarenta años, no tenía hijos y poseía esa pasión desordenada por el placer que constituye el secreto de la eterna juventud.
De repente, miró con curiosidad a su alrededor y preguntó con su clara voz de contralto:
—¿Dónde está mi quiromántico?
—¿Su qué..., Gladys? —exclamó la duquesa con un estremecimiento involuntario.
—Mi quiromántico, duquesa. No puedo vivir ya sin él.