Publicado el 16 de abril de 1899 en el periódico San Francisco Examiner.
—¿Lo dices en serio?... ¿Realmente crees que una máquina puede pensar?
No obtuve respuesta inmediata. Moxon estaba ocupado aparentemente con el fuego del hogar, revolviendo con habilidad aquí y allá con el atizador, como si toda su atención estuviera centrada en las brillantes llamas. Hacía semanas que observaba en él un hábito creciente de demorar su respuesta, aun a las más triviales y comunes preguntas. Su aire era, no obstante, más de preocupación que de deliberación: se podía haber dicho que "tenía algo que le daba vueltas en la cabeza".
—¿Qué es una "máquina"? La palabra ha sido definida de muchas maneras. Aquí tienes la definición de un diccionario popular: "Cualquier instrumento u organización por medio del cual se aplica y se hace efectiva la fuerza, o se produce un efecto deseado". Bien, ¿entonces un hombre no es una máquina? Y debes admitir que él piensa... o piensa que piensa.
—Si no quieres responder mi pregunta —dije irritado —¿por qué no lo dices?... eso no es más que eludir el tema. Sabes muy bien que cuando digo "máquina" no me refiero a un hombre, sino a algo que el hombre fabrica y controla.
—Cuando no lo controla a él —dijo, levantándose abruptamente y mirando hacia afuera por la ventana, donde nada era visible en la oscura noche tormentosa. Un momento más tarde se dio vuelta y agregó con una sonrisa.
—Discúlpame, no deseaba evadir la pregunta. Considero al diccionario humano como un testimonio inconsciente y sugestivo que aporta algo a la discusión. No puedo dar una respuesta directa tan fácilmente; creo que una máquina piensa en el trabajo que está realizando.
Esa era una respuesta suficientemente directa, por cierto. No completamente placentera, pues tendía a confirmar la triste suposición de que la devoción de Moxon al estudio y al trabajo en su taller mecánico no le había sido beneficiosa. Sabía, por otra fuente, que sufría de insomnio, y ese no es un mal agradable. ¿Habría afectado su mente? La respuesta a mi pregunta parecía evidenciar eso; quizá hoy yo hubiera pensado en forma diferente. Pero entonces era joven, y entre los dones otorgados a la juventud no está excluida la ignorancia. Excitado por el gran estímulo de la discusión, dije:
—¿Y con qué discurre y piensa, en ausencia de cerebro?
Su respuesta, que llegó más o menos con la demora acostumbrada, utilizó una de sus técnicas favoritas, ya que a su vez me preguntó:
—¿Con qué piensa una planta... en ausencia de cerebro?
—¡Ah, las plantas pertenecen a la categoría de los filósofos! Me gustaría conocer algunas de sus conclusiones; puedes omitir las premisas.
—Quizá —contestó, aparentemente poco afectado por mi ironía— puedas inferir sus convicciones de sus actos. Usaré el ejemplo familiar de la mimosa sensitiva, las muchas flores insectívoras y aquellas cuyo estambre se inclina sacudiendo el polen sobre la abeja que ha penetrado en ella, para que ésta pueda fertilizar a sus consortes distantes. Pero observa esto. En un lugar despejado planté una enredadera. Cuando asomaba muy poco a la superficie planté una estaca a un metro de distancia. La enredadera fue en su busca de inmediato, pero cuando estaba por alcanzarla la saqué y la coloqué a unos treinta centímetros. La enredadera alteró inmediatamente su curso, hizo un ángulo agudo, y otra vez fue por la estaca. Repetí esta maniobra varias veces, pero finalmente, como descorazonada, abandonó su búsqueda, ignoró mis posteriores intentos de distracción y se dirigió a un árbol pequeño, bastante lejos, donde trepó. Las raíces del eucalipto se prolongan increíblemente en busca de humedad. Un horticultor muy conocido cuenta que una de ellas penetró en un antiguo caño de desagüe y siguió por él hasta encontrar una rotura, donde la sección del caño había sido quitada para dejar lugar a una pared de piedra construida a través de su curso. La raíz dejó el desagüe y siguió la pared hasta encontrar una abertura donde una piedra se había desprendido. Reptó a través de ella y siguió por el otro lado de la pared retornando al desagüe, penetrando en la parte inexplorada y reanudando su viaje.
—¿Y a qué viene todo esto?
—¿No comprendes su significado? Muestra la conciencia de las plantas. Prueba que piensan.
—Aun así... ¿qué entonces? Estamos hablando, no de plantas, sino de máquinas. Suelen estar compuestas en parte de madera —madera que no tiene ya vitalidad— o sólo de metal. ¿Pensar es también un atributo del reino mineral?
—¿Cómo puedes entonces explicar el fenómeno, por ejemplo, de la cristalización?
—No lo explico.
—Porque no puedes hacerlo sin afirmar lo que deseas negar, sobre todo la cooperación inteligente entre los elementos constitutivos de los cristales. Cuando los soldados forman fila o hacen pozos cuadrados, llamas a esto razón. Cuando los patos salvajes en vuelo forman la letra V lo llamas instinto. Cuando los átomos homogéneos de un mineral, moviéndose libremente en una solución, se ordenan en formas matemáticamente perfectas, o las partículas de humedad en las formas simétricas y hermosas del copo de nieve, no tienes nada que decir. Todavía no has inventado un nombre que disimule tu heroica irracionalidad.
Moxon estaba hablando con una animación inusual y gran seriedad. Al hacer una pausa escuché en el cuarto adyacente que conocía como su "taller mecánico", al que nadie salvo él entraba, un singular ruido sordo, como si alguien aporreara una mesa con la mano abierta. Moxon lo oyó al mismo tiempo y, visiblemente agitado, se levantó corriendo hacia donde provenía el ruido. Pensé que era raro que alguien más estuviera allí, y el interés en mi amigo —duplicado por un toque de curiosidad injustificada— me hizo escuchar atentamente, y creo, soy feliz de decirlo, no por el ojo de la cerradura. Hubo ruidos confusos como de lucha o forcejeos; el piso se sacudió. Oí claramente un respirar pesado y un susurro ronco que exclamó:
—¡Maldito seas!